Poco a poco, el cielo se cubre de nubarrones que amenazan con lluvia torrencial mientras chocan con los altos tejados de las casas.
En una de estas, pequeña y acogedora, con pocas habitaciones pero una bonita escalera, vieja y de madera oscura, con sus peldaños humillados por el tiempo y los pasos rutinarios; se abre una puerta y la casa parece que tirita cuando la fría corriente entra.
Dos sombras están en el umbral, y una de ellas, la más pequeña de las dos, busca a tientas el mando de la luz. Cuando por fin lo encuentra, un instante es suficiente para iluminar todo el recibidor, con adornos de años atrás y un dulce olor a humo de chimenea.
Ahora entra una pareja en escena, él, alto y con un brillante pelo negro al igual que sus ojos marrones; ella, un poco más baja que él, con pelo largo y marrón claro recogido en una coleta desaliñada a causa del aire, y con un color de ojos que nunca dejaba muy claro cuál era.
Comentan el frío que hace en el exterior y ríen divertidos porque ambos están temblando. Poco a poco, las risas van desapareciendo y el silencio vuelve a inundar la casa. Se miran a los ojos, se sonríen, se acercan y se besan, aún temblando. Se abrazan durante un tiempo para liquidar ese frío de invierno que se te mete en los huesos. Ella apoya la cabeza sobre su hombro y sonríe con los ojos cerrados, se siente bien cuando se abrazan y sobran las palabras. Bueno, sobran las palabras, menos dos que salen siempre en cualquier momento y en un susurro: te quiero.
Poco después, ambos están en la cocina preparando algo caliente para beber. Mientras la leche se calienta en el microondas, él está mirando por la ventana a ningún punto fijo. Ella se acerca y le acaricia la cara, sonriendo. Él se gira, le agarra por la cintura y le acerca. Y otro beso más, pero esta vez más largo, mucho más.
Ahora la tele del salón está encendida y los dos están en el sofá, bajo una manta. Pero ninguno de ellos está atento a la programación, ni al ruido de la lluvia que ya cae fría y rápida sobre el asfalto.
Y así transcurrió el tiempo, se hizo corto.
Desgraciadamente llegó la hora de volver cada uno a su rutina habitual, a su ciudad habitual. Aún peor, a su vida habitual. Porque lo único que querían era que el tiempo se parara, que no derramara ni un solo segundo más en el mundo. Que este hiciera stop, per, für. Párate tiempo, párate de una maldita vez.
Sin embargo, se mostraba implacable y tenía muy claro que no iba a parar porque dos personas, insignificantes en comparación con él y su poder, se lo pidieran, es más, se lo rogaran.
Y claro que no lo hizo.
Ahora sólo queda el pequeño reloj sobre el sofá, contando con sus pequeñas agujas, tictactictac, acumulando los segundos, marcando el tiempo que queda para que puedan volver a verse.
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